El cine venezolano arrancó allá a mediados de los años 40 con poca fuerza, letárgico, y solo hasta 1973 despertó, consiguiendo un éxito de taquilla sin precedentes para un filme venezolano, con Cuando Quiero llorar no lloro, de Mauricio Walerstein. Desde ese momento, el cine se convirtió en un asunto de interés para los gobiernos venideros, dándole la importancia que merecía y forjando los cimientos de una cultura en creces.
En comparación a sus países vecinos, Venezuela arrancó tarde, pero con buen impulso, suficiente como para dar inicio al llamado boom del cine nacional. Con el paso de los años, su cine tuvo un crecimiento exponencial, permitiéndole hacerse un lugar en la agenda de entretenimiento del venezolano promedio.
El cine venezolano siempre fue el reflejo de la sociedad del momento. Representaciones históricas, conflictos políticos, romances noveleros, y para mediados del 2000, pandillas, malandros y entes al margen de la ley.
Este tipo de cine ligado al malandrismo y conflicto de calle se convirtió, desafortunadamente, en una referencia icónica del cine venezolano. Cualquier persona asociaba balas, motos y Caracas con cine venezolano. Quizá esta transición de filmes como El pez que fuma a Azotes de barrio, mermó el aprecio que se le tenía a la filmografía nacional.
Hoy por hoy, esta querencia por el cine parece desfallecer, desmayándose ante números de taquilla nacional que rozan la linea roja. ¿Estará perdiendo interés el venezolano en su cine? ¿el desplazamiento de los géneros convencionales del cine venezolano no gustan a la audiencia? ¿el cine venezolano se está hollywoodizando? Sea cual sea la razón, las cifras arrojan una baja recepción del cine venezolano en propia casa, pero alta aceptación jugando de visitante en el extranjero.
La culpa, probablemente, cortometraje dirigido por el zuliano Michael Labarca, obtuvo el premio mayor en el Festival de Cine de Quito, así como el tercer lugar en la categoría estudiantil de Cannes.
Desde allá, del director Lorenzo Vigas, ganó el León de Oro en el Festival Internacional de Cine de Venecia de 2015, el Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Cine de Lima, y ahora emprende su camino al Oscar, postulada por Venezuela para optar por una nominación a los Premios de la Academia hollywoodense en su 89ª edición, que se celebrará en 2017.
La cinta venezolana El Amparo, dirigida por Robert Calzadilla, competirá en la sección Horizontes Latinos, en el Festival de Cine de San Sebastián, que se celebrará del 16 al 24 de septiembre, y donde tendrá de contrincantes cintas que vienen de otros festivales aún más importantes: Venezia, Cannes, Sundance y Locarno.
El 2016 pinta ser un buen año para el cine venezolano, al menos en el extranjero. Otra de las cintas que se destaca indiscutiblemente es la dirigida por el director caraqueño, Jonathan Jakubowicz (Secuestro Express, 2005), titulada Hands of Stone, con Édgar Ramírez(Dominó, Carlos, Libertador) haciendo el papel principal. Duo de venezolanos con excelentes resultados en el cine.
Eso sin contar las victorias del año anterior con la cinta Azul y no tan rosa, y su nominación al Óscar con la cinta colombo-venezolana, El abrazo de la serpiente, ganadora del Premio Art Cinema de Cannes, Albaricoque de oro a la Mejor Película, y otros tantos más.
No quiere decir que el cine venezolano no haya sido relevante en el escenario internacional en otros años, solo que en ese entonces el aprecio era en casa y de visitante.
Que el cine venezolano comience a tener buena recepción en el extranjero no es malo en lo absoluto, al contrario, es lo que se espera siempre de un trabajo cinematográfico, difusión mundial. El problema radica cuando el cine de casa pierde apreciación o relevancia en su propia familia. El cine como la literatura, son el reflejo de nuestra cultura, de nuestros valores, costumbres y elementos que nos identifican como nación. Cuando desconocemos estos elementos, la cultura se distorsiona. Tomamos referencias ajenas a nuestra cultura y dejamos de ser quienes somos como país. Nos convertimos en extranjeros de nuestra propia tierra, y eso si es algo malo.
Las iniciativas culturales para incentivar el cine nacional son cada vez más, al igual que la producción de cintas. No se ha perdido la intención, pero al parecer se necesita algo más que eso para volver a llamar al venezolano al cine de casa, a no molestarse por ver un trailer de Desde Allá mientras espera por su Suicide Squad. Tal parece nuestro amor por lo que no es nuestro, que la sola idea de ver una cinta sobre indígenas nos produce una extraña alergia social. Como si no fueran nuestras raíces.
Es un mal que aqueja a la idiosincrasia venezolana: cada vez más vamos desplazando nuestra cultura por otras ajenas. Llegará el día en que los directores venezolanos tendrán que recurrir al Capitán Venezuela o a un escenario post-apocalíptico en el país, para que así no se molesten en apreciar lo que tanto nos atañe.