El cuerpo humano tenía un solo apéndice, pero desde 2007 nos encargamos de adosarnos uno nuevo: el Smartphone y los miles de millones de aplicaciones que aparecieron de la nada para poner tu vida bajo “control”.
Explotaron las redes sociales y las posibilidades de distribución de información dieron un vuelco. De repente, no había que ceñirse al formato blog para mostrar al mundo lo que tenías para decir. Si al mundo de los likes, retweets y favs le sumamos nuestra necesidad de aprobación y naturaleza competitiva, tenemos la receta perfecta para un desastre.
¿Hacia dónde voy con todo esto? Instagram.
La red social de la camarita empezó siendo un espacio más para compartir fotos. La gran diferencia estuvo en que Kevin Systrom apostó de frente al revival de nostalgia que plagó a la red desde 2010 y agregó la opción de meterle filtros a tu foto. La apuesta rindió frutos y la gente empezó a familiarizarse con la idea de la edición como algo normal, que no estaba restringido a las campañas publicitarias.
Conforme han ido pasando los años, las redes sociales han perdido esa espontaneidad que las caracterizaba en un principio y se han convertido en una bestia completamente diferente. Ahora encontramos a quienes tratan su perfil en Instagram con el cuidado que requiere la curaduría de una galería de arte. En las grillas solo entran las fotos cool, esas que incitan el FOMO de tus seguidores. Subir una foto del café de todos los días, ¿para qué? Ese espacio está reservado para la merengada de Cine Cittá en la que gastarás buena parte de tu quincena porque hay que estar claros: Si no está documentado, sencillamente no pasó.
La curaduría no se queda solo en fotos de comida o paisajes. Las fotos al descuido desaparecieron. Sea una foto de grupo o un selfie, todos sabemos cómo es el proceso: Se toman –al menos– 10 fotos en las que se cuidan los ángulos e iluminación. Entre esas se elige la más favorecedora para pasarla por Facetune o Beautyplus. ¿Por qué? Porque es mucho más fácil y barato quitar kilos y costillas con una aplicación que hacer dieta o pasar un quirófano.
Entonces, ¿todo lo que aparece en Instagram es aspiracional? Depende de cómo lo veas. El contenido en Instagram es una versión retorcida de la frase motivadora con la que te bombardean en Facebook y Pinterest. Seguimos a gente como Dan Bilzerian y Gianluca Vacchi porque soñamos con el día en que nos ganemos nuestros quince minutos de fama por andar por el mundo explotando drones o meneando el culo al ritmo del reguetón de moda.
Llenamos nuestros feeds con posts de cuentas como Tasty, guardamos las recetas jurando que vamos a preparar la torta con triple dosis de Nutella, chocolate y crema batida cuando estamos claros que en la patria nueva eso ni en sueños aparece. No importa si son estudiantes, ejecutivas o cajeras de banco, las #fototrampa mejoran sus estrategias de engaño todos los días porque siempre habrá una nueva aplicación de retoque o filtro que las acerque al ideal de belleza que solo existe en sus mentes. Chicas, ante cualquier emergencia, recuerden que tomar la foto desde arriba afina los rasgos, hace que las lolas se vean grandes y achica la cintura.
Instagram en Venezuela: El país al revés
Al reino del FOMO y de las #FotoTrampas le hace falta un componente que hace todo más raro. En los últimos años, los feeds de los usuarios de Instagram en Venezuela pasan del lugar de moda o la playa con los panas a fotos de protestas y videos de los desastres que deja la represión en la calle. ¿Por qué? La censura de los medios tradicionales ha convertido a las redes sociales en un espacio donde la información puede circular sin trabas. Entonces, una tarde cualquiera mientras haces scroll en Instagram puedes pasar de ver la foto del cuadre del mes o del pana intenso que hace unas fotos brutales, a ver el video de como una lacrimógena disparada a quemarropa le destroza el pecho a un chamo de la resistencia.
Es raro, da risa pero es verídico. Lo peor del caso es que ya estamos acostumbrados.
La ubicuidad de Instagram en nuestras vidas ha convertido a esta aplicación en un punto de encuentro; una especie de cartelera para esta generación que tiene una capacidad de atención mucho más corta. Con solo deslizar el dedo pasamos de fotos de amigos a noticias, de recetas a farándula a fotos familiares y videos de perritos.
Visto así, cualquiera que intente entender cómo funciona Venezuela en estos tiempos de crisis estando del lado de allá, solo puede llegar a dos conclusiones: Somos un país completamente disociado o sufrimos de un trastorno bipolar exacerbado. Por un lado tienes a alguien mostrándote un país descalabrado, cayéndose a pedazos y más abajo, otra persona te monta un boomerang del plato de sushi que se está comiendo en Las Mercedes. ¿Y entonces, a quién le creemos?
Decía Guy Debord en La sociedad del espectáculo que la historia de la vida social se puede entender como la declinación del ser en tener y del tener en simplemente parecer. La llegada de las redes sociales no hizo otra cosa sino abrir el espacio para darle rienda suelta a nuestra estupidez colectiva. La necesidad –sea creada en Silicon Valley o inherente al individuo– de documentar cuanto evento suceda por la simple razón de que a alguien en algún lugar le puede interesar nos ha convertido en adictos buscando el próximo fix de atención.
A nosotros como individuos -como sociedad- se nos va la vida en ese constante aparentar. Tratamos de editar hasta el más mínimo detalle de nuestra presencia en la red para que quien se acerque al podio desde donde hablamos no encuentre otra cosa sino perfección. Al fin y al cabo, ¿de qué sirve ser tu propio editor si no puedes mostrar las mejores partes de ti mismo?
Ojo, no te proponemos que elimines tu perfil, tires tu teléfono contra el piso y te metas a mudo digital; simplemente bájale dos. Sigue subiendo tus fotos, tripea con los filtros y mantén tu registro de recuerdos. Eso si, no te eches a morir si no pasas de 10 likes.